Como ya habré dicho en innumerables ocasiones tengo dos niños: una
santa de casi 7 y el pequeño salvaje de 4 primaveras recién estrenadas.
Hasta aquí todo normal: cada persona es un mundo y los caracteres de uno
y otra no tienen por qué coincidir. De hecho creo que a veces esa
diferencia les beneficia ya que la mayor vence su natural timidez a
gracias al descaro de su hermano.
Sin embargo a veces la compatibilidad se quiebra en mil pedazos:
Ocho y media de la noche. Niños bañados y cenados a falta de un ratito de juego
para irse a la cama. Padres agotados que se prometen unos instantes de
paz donde intercambiar los avatares de la jornada mientras toman algo.
Microsegundos de felicidad interrumpidos por unos suaves quejidos que
emergen del final del pasillo. Pronto se convierten en aullidos capaces
de taladrar el tímpano de cualquiera. Adiós al momento zen. La duda
asalta a los progenitores: ¿intervenir
o dejar que ellos solos resuelvan sus conflictos? Vale, puede que la
pereza pese más que la intención didáctica pero de mutuo acuerdo deciden
contar hasta 20 antes de ponerse en acción. No llegan ni al 5 cuando
hace su aparición en escena la primogénita, desencajada por el llanto y
los reproches hacia el pequeño agresor.
He aquí el momento en que la paciente madre de
familia se da cuenta de que el mundo está al revés: no puede ser que un
canijo manipule y domine a su querida hermana mayor. Se impone una
charlita con su hija para tratar de explicarle que ella es más fuerte
físicamente pero también debe serlo en lo psicológico. Que ignore las
burlas ya que no son más que tonterías.
Pues va a ser que la buena intención educadora me
salió por la culata y que la niña solo se quedó con la copla de que
tenía más fuerza que su hermano, porque no pasaron ni diez minutos
cuando el enano estalló en un grito agudo mientras su hermana sonreía
con cara de satisfacción: “Tenías razón mami. Si le pego fuerte deja de
decir tonterías”
En tu caso: ¿qué haces cuando tus hijos discuten o se pelean?
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